Hemos asistido, durante el último mes, a una rebelión popular y masiva que se extendió y sigue extendiéndose a lo largo y a lo ancho de todo el mundo árabe, en un fenómeno sin precedentes en Medio Oriente y en el Magreb. Ni siquiera remontándose al período de descolonización de posguerra es posible observar algo comparable con la velocidad y dinamismo de estos acontecimientos: en el transcurso de poco más de cuatro semanas, dos regímenes con varias décadas en el poder (el de Mubarak en Egipto y el de Ben Alí en Túnez) han caído, y los gobiernos de Yemen, Algeria, Jordania e incluso Irán enfrentan movilizaciones populares nunca vistas. Creemos, por esto, que es necesario un esfuerzo de análisis que nos permita tratar de entender lo que está sucediendo para poder, incluso en el marco de un escenario volátil y diverso como el actual, aportar una mirada política desde América latina.
Observando los motivos y causas de las protestas, su composición social y su metodología de protesta callejera, cualquier latinoamericano que haya transcurrido el final de la década del ’90 no puede dejar de sentir cierto “aire de familia”: lejos de enmarcarse en el clásico cliché del conflicto religioso o de “civilizaciones” con Occidente, o en el conflicto palestino-israelí, los manifestantes exigen sencillamente más trabajo, terminar con la pobreza, acabar con el autoritarismo militar y policial, elecciones limpias, mejor distribución de la riqueza; en definitiva, más dignidad, libertad y justicia social en sus respectivos países. Esta agenda no deja de sorprender a muchos analistas de los países centrales, que, cegados por el discurso de la “Guerra contra el terrorismo” post 2001, pareciera que no pudiesen admitir que más allá del debate geopolítico acerca de Israel, o de las necesidades energéticas de los países industrializados, existen demandas sociales en las sociedades de Medio Oriente y el Magreb similares a las de otras tantas en el resto del mundo.
En este punto, la región pareciera encontrarse en una dinámica similar a la que caracterizó a América latina durante la Guerra Fría: ser considerada por Estados Unidos y Europa únicamente como un escenario más de un “juego” mayor y global, donde los pueblos deberían limitarse a ser simplemente meros “peones” de un tablero geopolítico que los excede. Lo que antiguamente justificaba el apoyo de los países centrales a las más brutales dictaduras (el freno al comunismo y a la expansión soviética), hoy lo ocupa en Medio Oriente y el Magreb las necesidades de abastecimiento energético, el freno al integrismo islámico y la preservación de la integridad del Estado de Israel. Con esta excusa, regímenes de la peor estirpe se enquistaron en muchos de los países de la región, asegurando que sólo ellos podían garantizar la defensa de dichos intereses, autoproclamándose como los campeones de un dudoso secularismo frente al avance del fundamentalismo islámico. Esta lógica perversa tiene y tuvo, definitivamente, un solo perdedor definido: los derechos económicos, políticos y sociales de los pueblos del mundo árabe.
Porque, además, uno de los aspectos menos mentados, y que paradójicamente más tiene que ver con esta explosión de rebelión popular, es el carácter de alumnos fieles que estos gobiernos tienen (o tenían) del decálogo de recetas neoliberales. Niños mimados de los organismos internacionales (El 18 de abril de 2008, Dominique Strauss Kahn, titular del FMI, llegó a decir, reunido con Ben Alí, que “Túnez es un excelente ejemplo para los países que están surgiendo”; en marzo de 2010, el Fondo emitió un informe en el que puede leerse cómo se da la bienvenida a la gestión macroeconómica de Mubarak, instando a mantener “las reformas inauguradas en 2004 que han reforzado la resistencia de la economía egipcia para afrontar la crisis financiera mundial”), ambas naciones aplicaron durante la década del ’90 a rajatabla y “sin anestesia” las reformas requeridas por el “Consenso de Washington”.
En Túnez, una política de privatizaciones masiva (204 empresas del sector público) –de reducción de los subsidios a la canasta básica y de apertura indiscriminada de la economía– tuvo como resultado, a pesar de lograr mantener un crecimiento sostenido del 5% anual por varios años, un desempleo masivo que alcanza al 36% de la población. En Egipto, el régimen negoció, durante la Guerra del Golfo y a cambio de una reducción de su deuda, un paquete de reformas de la misma naturaleza, que desemboca hoy en una distribución de los beneficios del crecimiento económico limitado al 10% más rico de la población y en el 40% de los egipcios viviendo bajo la línea de pobreza. Este escenario, con matices, puede observarse en la mayoría de los países de la región. Países mayoritariamente ricos en recursos naturales, con tasas de crecimiento de media a elevada, pero con una distribución del ingreso brutalmente regresiva, gobernados por regímenes corruptos, autoritarios y antidemocráticos, aliados de Estados Unidos y la Unión Europea.
No se trata entonces de una discusión sobre el velo, Israel o la naturaleza secular del Estado: es contra este lamentable estado de las cosas en contra de lo cual las masas árabes se rebelan, batallando por el más elemental ejercicio de sus derechos políticos, económicos y sociales. No podemos más que manifestar nuestra solidaridad con su lucha y desear que no sea aprovechada por ningún integrismo religioso. En este sentido, América latina, región pionera en la lucha contra el neoliberalismo, puede sugerir un camino posible: sin forzar los analogismos, la experiencia de los gobiernos populares de Bolivia, Venezuela, Brasil, Ecuador, Uruguay y la Argentina, entre otros, demuestra cómo es posible desa-iar los preceptos más elementales del neoliberalismo, construyendo a la vez poder popular en el marco de una democracia estable. Esperemos entonces que desde aquí podamos aportar una experiencia que pueda sumar a la construcción de una nueva democracia, en el más amplio sentido de la palabra, en Medio Oriente y los países árabes.
Esta nota fue publicada en Página/12 el día 18 de febrero de 2011.