Los días que antecedieron y siguieron al 25 de mayo fueron un gigantesco escenario de novedades que revelan la disputa existente acerca del modelo de país que construiremos los argentinos.
Las significaciones que se le atribuyen al Bicentenario ofrecen un gran campo de interpretaciones en el que se conjugan valoraciones ideológicas que se inscriben en las batallas de ideas y en las propuestas políticas del presente.
Simultáneamente la gigantesca movilización popular expresó un profundo sentimiento colectivo de búsqueda y de participación y potenció las coordenadas del debate. Van surgiendo perspectivas, juicios y matices sobre las lecturas del pasado, las claves del presente y las posibilidades del futuro.
En primeros grandes trazos resulta factible observar que en las formas y contenidos de la conmemoración estuvieron explicitados los modelos en pugna.
La elegida por el Gobierno de la Ciudad, en el Teatro Colón por un lado. Por el otro, la propuesta del gobierno nacional en un amplio corredor público que se extendió por la avenida 9 de Julio y llegó a la Plaza de Mayo.
El Teatro Colón es patrimonio cultural de la Nación, y pese a que en algunos momentos fue caja de resonancia de expresiones populares, de las cuales podemos evocar a Pugliese y Mercedes Sosa, no podemos soslayar que para el imaginario popular contiene una importante dosis de elitismo. No podemos objetar el valor cultural y universal de la La Boheme, ópera elegida por el Gobierno de la Ciudad para su reapertura, pero bien podría haberse elegido alguna obra de Alberto Ginastera, como expresión argentina y latinoamericana de la música académica. Las elecciones que en este tipo de eventos se realizan desde actos de gobierno constituyen resaltamientos y preferencias ideológicas. En concreto la forma da el contenido y en este caso se han puesto de manifiesto las relaciones, prioridades y definiciones del proyecto neoliberal-conservador. La farándula más alineada con los valores exclusivistas y excluyentes de esta derecha visceral estuvo en la primera línea de apoyo del macrismo.
Otros fueron los protagonistas y otras las escenas vividas en las calles entre la Plaza de Mayo, el Obelisco y la avenida 9 de Julio. Uno de los aspectos más valiosos de este proceso es la inédita convergencia de ciudadanos de los más diversos orígenes, con distintas procedencias sociales, con previsibles diferencias ideológicas y los más variados matices culturales que circularon, se miraron, cantaron, y disfrutaron de un encuentro.
Esta comunión honró la memoria de nuestros próceres, recuperó la vigencia de sus proyectos con sus logros y asignaturas pendientes y afirmó la posibilidad de un proyecto colectivo que deberemos construir.
En nuestra perspectiva, este mar de hombres y mujeres impactó en una verdadera resignificación del sentido, el contenido y la forma del espacio público.
El concepto de ciudadanía ganó densidad y las calles ocupadas interpelaron a los poderes fácticos e institucionales: es preciso dar respuestas a un pueblo que quiere saber y decidir de qué se trata. Descifrar este mensaje que revela algo nuevo, con el protagonismo de sectores antes silenciosos y silenciados, es un buen desafío para el conjunto de las organizaciones sociales y políticas, del pensamiento crítico y transformador.
Quienes asumimos compromisos políticos para transformar la sociedad en un sentido igualitario y emancipador debemos por tanto celebrar estas emergencias y contribuir –para nuevamente abonar el camino de la unidad en la diversidad necesaria– las perspectivas próximas y estratégicas.
Lectura desde nuestra América
En nuestra perspectiva, el Bicentenario debe leerse en esta coyuntura histórica concreta. Y aquí se nos revela un escenario impensable hace una década. Desde el respeto a la diversidad, van emergiendo experiencias donde se ensayan distintas formas de unidad, de intercambio, de iniciativas comunes, de integración fundada en la reciprocidad, la solidaridad, y el reconocimiento de una historia y un legado comunes. En ese gran proyecto hay matices, desde luego, pues cada sociedad nacional hace su propio recorrido histórico. Pero si algo puede afirmarse hoy, es que en buena parte de nuestros países los gobiernos expresan, como pocas veces antes, las aspiraciones de sus pueblos.
Los sectores del privilegio vienen intentando distintos mecanismos para revertir los procesos políticos abiertos desde fines de los noventa con la elección presidencial de Chávez y los sucesivos triunfos del Frente Amplio en Uruguay, Lula en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua, el obispo Lugo en Paraguay, Mauricio Funes por el Farabundo Martí en El Salvador, etc. La derecha social y política, con el apoyo más o menos explícito de EE.UU., promovió rebeliones destituyentes como la ocurrida en la medialuna boliviana, o golpes efectivos como el sufrido por el presidente Zelaya en Honduras.
La reactivación de la IV Flota y la apertura de siete nuevas bases militares en Colombia van en un sentido convergente: azuzar la amenaza para la contención de las transformaciones profundas que se van operando en nuestra América.
Desde aquí es posible entonces remitirnos a la realidad nacional, y desde aquí entendemos que la derecha restauradora, con todas las armas disponibles, está librando un combate cada vez más desesperado contra los pasos progresistas y transformadores dados desde el proceso iniciado en el 2003.
Creemos por tanto que el Bicentenario supone una interpretación de aquel pasado –en que dos modelos de país se enfrentaron– aunque leído desde este presente. Y eso es así porque la lectura de este pasado está teñida de las luchas del presente. Los medios de comunicación han sido piezas fundamentales de estas batallas.
Pasado, presente y futuro.
La disputa a la que referíamos en las primeras líneas sobre el presente y el futuro se volcó con furor en los medios de comunicación.
No se han caracterizado los periodistas de la prensa claramente opositora por un análisis riguroso de lo ocurrido, más bien embistieron con buena pluma pero dudosa consistencia argumental en la lectura de los significados de los festejos centenarios.
En uno de los artículos, tras calificar al Gobierno de una obsesión por dividir y fracturar, describe un cuadro de situación cargado de significancia, afirmando que “no hubo en los últimos cuatro días un solo acto que comprendiera a las diversidades políticas, sectoriales, religiosas y sociales”.
No cabe duda de que esto no se condice con el desfile de la Integración el sábado 22 de mayo. Tampoco con la Marcha del 20 de mayo de los Pueblos Originarios recibidos por la Presidenta de la Nación. Tampoco con los múltiples estilos musicales, las expresiones en stands de todas las provincias y los espacios destinados a los pueblos de nuestra América.
En cambio se reivindica el significado del Colón: “El otro acto fue el de la reapertura del Teatro Colón, donde convivieron amablemente peronistas, radicales, socialistas y la centroderecha del Pro. Más allá de las personas que allí expresaban esas ideas, es probable que en ese estilo, civilizado y pacífico, se esté incubando el futuro no tan lejano en Argentina”.
Ya sabemos el tipo de civilización a la que el Pro es tan proclive: apaleamiento de indigentes, escuchas ilegales, ineficiencia administrativa, destrucción del espacio público. Las invitaciones rutilantes a personajes de la farándula televisiva constituyen expresivos ejemplos y excelentes partenaires de ese modelo social y político neoliberal y neoconservador.
Si una primera estrategia discursiva remitió a la particular caracterización del Bicentenario, una segunda línea de trincheras fue la discusión sobre la comparación entre el Centenario y el Bicentenario.
Otra importante pluma del periodismo autodenominado independiente pero claramente alineado en la oposición se expide en una columna titulada “1910-2010, un duelo ideológico” reivindicando aquel pasado de oropeles y latifundios como un momento más elevado y promisorio que este presente.
Allí estuvo la Infanta Isabel de Borbón, aquí los presidentes de nuestra América.
En febrero de 1910 se aprobó la Ley de Defensa Social, un arma legal para reprimir todo movimiento de protesta, que el autor prefiere denominar terrorismo. Un régimen oligárquico, conservador, con libertades cercenadas y niveles inéditos de represión contra los sectores populares es presentado como un valioso experimento social y político.
En tren de omisiones, incluso intelectuales que provienen de tradiciones progresistas, se suman al interesado análisis de descalificación del actual (y complejo) proceso de construcción de un proyecto de sociedad para todas y todos.
En un artículo publicado bajo el título “Volver a confiar” se desarrolla una particular interpretación de las asignaturas pendientes acompañada de una notable argumentación sobre la historia que nos llevó a este presente. En su análisis de nuestra historia económica, cita la crisis de fines de los sesenta y principios de los setenta como el punto de inflexión y motor inmóvil causante de las calamidades actuales. En su relato hay un silencio ominoso sobre la última dictadura genocida, cuyo principal logro fue la desestructuración del aparato productivo, la desarticulación del movimiento obrero, la destrucción de las conquistas sociales de nuestro pueblo y la imposición de la miseria planificada –según denuncia Rodolfo Walsh– como el mayor de sus crímenes.
Esa dura experiencia histórica implantada vía genocidio reconfiguró nuestra sociedad y sobre esta recomposición neoconservadora se operó la faz brutalmente neoliberal de los noventa. Este proceso hizo eclosión en 2001. De allí que la convocatoria a olvidar el pasado tendrá no sólo efectos teóricos sino prácticos.
Final abierto
La creciente hostilidad de la derecha y, en especial, la inédita dureza de los medios hegemónicos y sus principales plumas periodísticas parecen ser un signo de debilidad más que de fortaleza.
Quienes apostamos a la superación de un orden social injusto, celebramos el hecho de que millones de congéneres se hayan encontrado y expresado las ansias de un proyecto común sin intolerables exclusiones ni repugnantes exclusivismos.
Esa fuerza social –que no adscribe necesariamente a ningún partido– es la plataforma sobre la que deben apoyarse los procesos transformadores. Pero no esperamos que esos millones sean meros actores de reparto que siguen a una conducción lúcida y vanguardista, sino actores centrales en la construcción de una democracia protagónica y participativa.
Como soñaron nuestros próceres en 1810, y por la que tantas generaciones de argentinos dieron sus mejores días.
Esta Nota fue publicada en la Revista Veintetres el día 04/06/10 y también puede leerse completa aquí:
http://www.elargentino.com/nota-93439-Lecciones-del-Bicentenario.html