Ámbito Financiero | Opinión
Por Carlos Heller
En diversas ocasiones mencioné que desde su génesis la coalición gobernante ha tenido un gran objetivo de fondo: revertir las conquistas conseguidas en la década previa y sentar las bases para una profunda transformación de la economía y la sociedad. En lo esencial, el Gobierno ha venido siendo absolutamente coherente con ello.
En esta búsqueda se apoyó primero en el entorno nucleado en el Foro de Convergencia Empresarial, y a mediados de este año tomó el centro de la escena el Fondo Monetario Internacional. Se pasó sin escalas de una hipotética gestión gradualista a un típico plan de estabilización, con shock monetario y de las cuentas públicas. Sin embargo, la lógica económica y los objetivos de fondo son los mismos. Hoy la estabilización macroeconómica funciona como excusa para recortar derechos esenciales y relegar objetivos trascendentes para la sociedad, como el nivel de actividad y el empleo.
La volatilidad económica que derivó en la llegada del FMI y en la profundización del ajuste no es producto de la naturaleza. Se fue gestando al calor de las decisiones del Gobierno, que desde un comienzo se encargó de desarmar el andamiaje de normativas que regulaban los mercados, entre ellas las que contenían el desequilibrio externo. Sin embargo, la restricción externa se hizo presente como nunca en esta gestión.
Una de las políticas más disruptivas que se implementaron fue la desregulación de la cuenta financiera. La salida del régimen de administración de divisas (que había operado entre fines de 2011 y 2015), eliminó los límites para la fuga, tornándola creciente e insostenible. Las ventas netas de divisas al sector privado fueron en 2016 de u$s 9.951 millones, en 2017 de u$s 22.148 millones y en los 10 primeros meses de 2018 ya llegan a u$s 25.959 millones (sumadas dan casi el mismo monto de dinero del préstamo que aprobó el Directorio del FMI).
Contrariamente, la inversión extranjera directa no resultó significativa (u$s 6.866 millones), y fue fundamentalmente hacia al sector primario. Es más, si a las inversiones directas se le descuentan los egresos por giro de utilidades y dividendos, el saldo entre ambos conceptos para los 3 años es de apenas u$s 547 millones.
Lo que sí abundaron fueron las inversiones especulativas. En momentos de relativa estabilidad cambiaria, los capitales se nutrieron de la alta rentabilidad de las tasas de interés en pesos para luego “volar hacia la calidad”. El “carry trade” llevó a que entre abril y octubre de este año salieran del país u$s 6.243 millones.
La desregulación del comercio exterior fue una constante en el período, lo que acentuó los desequilibrios del frente comercial. Sobre las exportaciones se eliminó la obligatoriedad de liquidación de divisas. Y se quitaron retenciones, excepto a la soja. A regañadientes, el Gobierno aceptó el pedido del FMI de restituirlas parcialmente, para engrosar las cuentas públicas. A lo anterior se sumó la liberalización total de las importaciones de bienes y el desequilibrio de los pagos por servicios, todos factores que contribuyeron a tensionar aún más el mercado cambiario.
El crecimiento exponencial de la deuda del sector público, mayormente en moneda extranjera, fue la contrapartida de las tendencias descriptas. Entre 2015 y 2018 la deuda se incrementó del 53% al 90% PIB. La deuda neta con privados creció unos u$s 93.000 millones. A esto hay que adicionarle la deuda con el FMI y otros organismos. Será sin dudas una pesada herencia, que de hecho ya está impactando por la vía del significativo incremento de los intereses de la deuda (en el acumulado de los diez primeros meses subieron un 71,2%, respecto del año anterior).
En estos 3 años el Gobierno ha dado pasos acelerados en la búsqueda de sus objetivos de fondo. La caída de los salarios reales, el recorte del gasto social y la pérdida del empleo indican quiénes son los que pierden con este modelo. Este esquema económico precisa de un segundo mandato para seguir consolidando sus metas. La sociedad no lo debiera validar.