Ámbito Financiero | Opinión
El Gobierno argentino anunció la vuelta al FMI, a menos de dos años y medio de haber comenzado su mandato. La opción elegida es un fuerte golpe a la soberanía económica, y augura una profundización del ajuste que afectará a la sociedad y seguramente pesará por mucho tiempo.
El Gobierno lo presentó como una «valiente» decisión de último recurso, vista la «crisis» en la que está inmerso el país, aunque una semana atrás decía que «no hay nada para preocuparse; está todo bien».
Es sabido que la aguda liberalización de las variables financieras, sumadas a un fuerte ingreso de capitales externos de corto plazo debido a una excesiva renta financiera, genera una fuerte volatilidad en la economía, especialmente en los flujos financieros. Cambios en la situación internacional, o en la disminución de la renta obtenida en términos de dólares, pueden provocar una salida de capitales.
Parte de ello es lo que pasó entre el 25 de abril y el 3 de mayo, por citar el período de mayores tensiones. Se cancelaron cerca de $87.000 millones de Lebac para convertirlas en dólares. Una cifra significativa que redujo las reservas internacionales un 7,6%. Suficiente para tomar medidas y generar preocupación, pero que no justifica la solicitud de préstamo al FMI, con las condicionalidades que ello significa.
Además, el valor del dólar al 10 de mayo de 2018 implica un tipo de cambio real multilateral (una medida útil de la competitividad de la economía) de 98.9, muy cercano al alcanzado el primer día de la liberalización del tipo de cambio el 17 de diciembre de 2015 con un valor de 100. Creo que el Gobierno se siente cómodo con este valor (aunque esa comodidad no se refleja en la elevada volatilidad del tipo de cambio en estas semanas). Un tipo de cambio alto puede frenar las importaciones, y eventualmente impulsar exportaciones. Y de esa manera, ayudar a reducir el preocupante Déficit Comercial.
El gran problema es el traslado del aumento del dólar a los precios, complicando aún más el ya arduo panorama de la inflación.
Una mayor inflación impactará fuertemente en términos de actividad económica, en gran parte por los acuerdos paritarios que, en el mejor de los casos, no exceden el 15% para este año (con contadísimas excepciones).
En los años del Gobierno kirchnerista, la inflación, aunque nunca deseable, no fue un obstáculo para mejorar la distribución del ingreso porque los salarios iban por delante de ella. No es la inflación la que genera pobreza, sino que los ingresos de los trabajadores vayan por debajo de ella, como viene sucediendo desde el 2016. Sumado a que las jubilaciones se ajustan un 70% por inflación y un 30% por salarios con la nueva fórmula, y perderán contra la escalada de precios.
De allí que, en gran parte, las tensiones en el mercado cambiario fueron utilizadas para justificar el pedido de préstamo al FMI. Y este último, a través de sus condicionamientos, para intensificar el ajuste e intentar contener el fuerte rechazo al colosal aumento de tarifas que vienen aplicando y esperan continuar.
Un informe de Orlando Ferreres contiene una frase interesante sobre esta cuestión: «Según se informó desde Bloomberg a principios de marzo, el ministro de Finanzas había recibido por parte de inversores la recomendación de acceder a una Línea de Crédito Flexible, pero el mismo la había calificado de «inviable» por los cuestionamientos políticos que dicha acción generaría».
Pareciera que, a esta altura, el Gobierno probablemente intente enfrentar los cuestionamientos políticos con el latiguillo «lo solicita el FMI, y si no cumplimos, se desbarranca todo». Y de esa forma poder avanzar en el ajuste, con mayor intensidad que la que podían aplicar antes de la subordinación de la soberanía argentina a los condicionamientos del FMI. Pero queda una variable que difícilmente puedan manejar: la reacción popular, que sabe por propia experiencia lo costoso que es pedir préstamos al FMI. En esta arena se jugará el partido más importante.