Perfil | Opinión
El Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, protagonizó en la semana que pasó dos actos partidarios masivos, en San Pablo y en Brasilia, en el marco de una creciente crisis política y económica del país. En sus discursos, el presidente brasileño reiteró sus ataques al Supremo Tribunal Federal (STF) e incluso llamó “canalla” al juez Alexandre de Moraes. También afirmó que existen tres alternativas para su futuro: “Preso, muerto o la victoria”. Y continuó: “Quiero decirles a aquellos que quieren tornarme inelegible en Brasilia que sólo Dios me saca de allá” (es decir, de la presidencia de su país). Según su perspectiva, su destino no está en manos de los mortales ni de las instituciones. Ni siquiera está en manos del pueblo. Su destino está sólo en manos de Dios.
El desarrollo de experiencias de derecha extrema es, en la actualidad, un fenómeno global, pero estas prácticas adquieren una trascendencia especial cuando ocurren en países como Brasil, una de las mayores economías del mundo.
En este último tiempo, Bolsonaro está recibiendo su propia medicina: el presidente llegó a su cargo luego de un largo proceso de judicialización de la política, que alcanzó su mayor intensidad con el juicio y posterior derrocamiento de Dilma Rousseff y el encarcelamiento del ex presidente Lula. En la actualidad, el jefe de Estado brasileño tiene acusaciones de diverso tipo y, según todo indica, es investigado en varias causas fundadas, no inventadas como las que cayeron sobre los principales integrantes del gobierno de coalición liderado por el Partido de los Trabajadores (PT). Es decir, no se trata de cargos basados en “íntimas convicciones”, como sucedió en el caso del juzgamiento de Lula, según la frase utilizada por el entonces juez Sergio Moro.
Por otro lado, las encuestas más recientes aseguran que la fuerza política encabezada por Lula les saca a sus eventuales contrincantes ventajas amplísimas. Por eso, cuando Bolsonaro dice “de acá me saca sólo Dios”, lo más probable es que esté anunciando la búsqueda de mecanismos que eviten la consulta democrática. Como ya señalamos: a Bolsonaro, según su propia apreciación, no lo saca del gobierno el pueblo. Sólo lo saca Dios.
Estas derechas extremas, que tienden a expandirse en algunas regiones del mundo, se consolidan junto a un proceso en sentido inverso protagonizado por la emergencia y el fortalecimiento de gobiernos nacionales y populares. Ello se manifiesta, en América Latina, a través de Andrés Manuel López Obrador, en México; Alberto Fernández, en Argentina; Luis Arce, en Bolivia; Pedro Castillo, en Perú; el crecimiento en las encuestas de Lula en Brasil; la perspectiva de un gobierno mucho más progresista en Chile, entre otras experiencias políticas regionales.
Por eso, a nivel global, atravesamos una etapa de fricción entre modelos antagónicos que buscan imponerse. Con esta clave es que hay que leer los acontecimientos en Brasil: la derecha extrema no avanza sola, en paralelo tienden a desarrollarse otras fuerzas que promueven otros modelos de país y de región.
En esta línea, Bolsonaro es también un líder de extrema derecha atemorizado por la posibilidad de que en su país vuelva a ganar las elecciones la coalición progresista liderada por Lula.
Todas juegan: las piezas propias y las del adversario. Pero estamos, a mi juicio, en una etapa en la que es posible construir en la región un fuerte polo de coincidencias alrededor de un programa de unidad y autonomía regional, con Estados presentes, que establezcan las reglas del juego, que regulen las economías de sus países, que pongan límites a la acumulación de la riqueza extrema, y que sostengan un conjunto de políticas públicas que lleven adelante un crecimiento con distribución de los beneficios que este crecimiento genera.
La derecha extrema crece. Las coaliciones nacionales, populares y democráticas, también.