Perfil | Opinión
La libertad, pensada en términos absolutos, tiende a ir en contra del interés colectivo. Por eso, aparece la necesidad de cierta restricción consensuada de esa libertad absoluta con el fin de alcanzar un beneficio como comunidad: esa es una de las funciones de las leyes. Por el contrario, cuando una minoría ejerce su libertad total, una mayoría suele sufrir las consecuencias de ese ejercicio. Por ejemplo, la de desconocer las normas sanitarias lleva a una mayor circulación del virus, y la libertad de no cumplir con las regulaciones en las exportaciones de carnes contribuye al encarecimiento local de ese componente básico de la alimentación.
Lo dijo el presidente Alberto Fernández: “tenemos que entender que hay muchos cantos de sirena que hablan de la necesidad de ser libres, y esa libertad que invocan nos lleva a los contagios y las muertes”. También se refirió al tema cuando afirmó: “Si uno mira el escenario de 2015 y el que recibimos en 2019, lo único que se ve es que se le dio una total apertura al sector pero no aumentaron la cantidad de toneladas faenadas, no aumentaron la cantidad de cabezas, cada vez es menor el peso del novillo que se faena. Lo único que aumentó fue el precio de la carne”.
Esta es la gran paradoja de la oposición: defienden una república con libertades absolutas que es una república sin leyes. En ella la libertad de unos pocos perjudica el interés de la mayoría.
Nadie se salva solo en una pandemia: a ésta únicamente se la combate con solidaridad. Hemos escuchado decir: “Yo si quiero no me vacuno”; “Yo si quiero no me cuido”; “Yo si quiero no uso barbijo”. Ese concepto de libertad absoluta desconoce la solidaridad con un otro que necesita que cada uno se cuide para que, a la vez, cuide a todos los demás. En ese caso, la Patria no es el otro: la Patria es uno mismo. No hay comunidad: hay individualismo.
En paralelo, el gobierno avanza en el proceso de vacunación y la oposición realiza denuncias sin fundamentos. Es decir: mientras uno intenta proteger con la vacuna a una población asediada por el virus, la otra busca que ese proceso fracase. El problema es que si al gobierno no le va bien, el perjudicado no es sólo el gobierno: es toda la sociedad. Por supuesto: ante la llegada masiva de vacunas, lo que Juntos por el Cambio intenta es embarrar la cancha y sembrar dudas.
Por otra parte, la pandemia puso en un primer nivel de exposición pública a los grandes laboratorios que integran una trama muy compleja y diversificada del capital global. Por ejemplo, el fondo de inversión BlackRock es accionista de Pfizer y de AstraZeneca, entre muchas otras empresas. El negocio de los medicamentos es uno de los más grandes del mundo y sus ganancias son excepcionales. La Argentina intentó, durante el gobierno de Néstor Kirchner y con Ginés González García como ministro de Salud, el desarrollo de los remedios genéricos. No sería una mala idea volver a pensar en ese proyecto: el genérico puede, entre otros aspectos, actuar como precio testigo en el mercado de los fármacos. Si a ello se agrega que los médicos lo receten en lugar de la marca, probablemente se podría llevar adelante una acción efectiva para bajar el costo de los medicamentos y, de ese modo, defender los intereses de los argentinos y las argentinas.
Pero ahora la prioridad es continuar avanzando en el proceso de vacunación. La Argentina ha trabajado bien: de los países en vías de desarrollo ha sido uno de los que con mayor eficacia ha formalizado acuerdos, con el Instituto Gamaleya, con Oxford AstraZeneca, con China y con todos los que pudo negociar para conseguir ese bien escaso que es la vacuna. Tal vez parte de las entregas se demoraron más de lo previsto, pero el proceso de vacunación nunca se detuvo y ahora ha entrado en una fase de avance sostenido.
No parece haber muchos secretos: de lo que se trata es de combinar libertad, solidaridad e igualdad.