A situaciones excepcionales, soluciones también excepcionales

ContraEditorial | Opinión

Según trascendió, las conversaciones recientes entre las autoridades argentinas y las del FMI han transcurrido alrededor de las condicionalidades y del cronograma de devolución del préstamo por unos USD 45 mil millones, además de los cargos por intereses. Los principales escollos parecen estar en el segundo punto. El país está firme en su postura de que resulta indispensable estirar los plazos lo más que se pueda, ya que los dólares para pagar semejante hipoteca en cuatro años no están disponibles y además no se puede ahogar el proceso de recuperación y crecimiento. En cuanto al Fondo, si bien es cierto que según lo que marca el estatuto la duración máxima para los programas de “facilidades extendidas” es de 10 años, también lo es que al momento de su aprobación no se reparó en los formalismos del estatuto.

Argentina recibió un préstamo de 1.277% en relación con su aporte de capital, cuando las normas indican un tope del 435%. Para ser salteado, debe existir un análisis que indique que la deuda es sustentable con alta probabilidad, es decir, repagable en las condiciones estipuladas. No era lo que decía el staff técnico del Fondo desde un principio. De haberse respetado el mencionado tope se deberían haber recibido, como máximo, USD 15,3 mil millones. La más simple de las aritméticas arroja un exceso de USD 30 mil millones. Éste es un dato central para las negociaciones que está llevando adelante el gobierno argentino.

Ante al argumento de que “el estatuto no lo permite”, se podría preguntar: ¿por qué no llegar a un acuerdo por la parte correspondiente al límite del 435% de la cuota y tratar a la restante de manera excepcional? En cuanto a la primera, serían unos 15,3 mil millones a devolver en 10 años, algo mucho más factible de cumplimentar. Aclaro que sólo intento ilustrar con un ejemplo que los impedimentos no son técnicos. Lo importante es el concepto. Se comenta que recién a partir del 2026 comenzaría el pago de intereses y amortizaciones, y que los mismos podrían ser renegociados y renovados, más allá de los 10 años del esquema de facilidades extendidas que se acuerde. Incluso podrían pagarse ese año y los sucesivos, unos USD 2.000 millones para ir reduciendo el capital de deuda.

En las condiciones actuales no se puede pagar y hay que lograr que lo que se pacte sí lo permita. El presidente Alberto Fernández lo ilustró con claridad al decir: “es razonable entender que cuanto menos tiempo tenemos para pagar más altas serán las cuotas y cuanto más tiempo tengamos más podremos diluir el peso de esos pagos. Nosotros estamos trabajando para que el Fondo entienda que, no por Argentina, sino por la pandemia, es necesario ampliar los plazos lo más que podamos”. Las instancias políticas serán claves, como lo fueron en 2018 cuando el organismo internacional aprobó un crédito que vulneró toda norma y, por ende, su forma de cancelación no debería ceñirse a los límites que marca el estatuto.

Respecto de las condicionalidades, una buena noticia es que se ha observado cierta disposición del FMI a salirse del típico manual neoliberal. Por ejemplo, han reconocido que la inflación es un fenómeno multicausal, es decir, no exclusivamente monetario. También se verifica cierto alejamiento con relación al dogma de la total libertad de los flujos externos. Y algo muy importante que se ha deslizado es que el programa no implicará condicionalidades por el lado fiscal, es decir, ajuste.

Lo que se está tratando de lograr es un período de gracia suficiente para que los recursos disponibles se vuelquen al crecimiento, al desarrollo, a satisfacer los enormes problemas sociales que la Argentina tiene, y que esto también redunde en mayores ingresos fiscales y que esos mayores ingresos fiscales también permitan atender en el tiempo, de forma sostenible, el repago de la deuda.

La cuestión a resolver es cómo se avanza hacia la sostenibilidad fiscal de una manera virtuosa. No es viable hacerlo por la vía de la reducción del gasto primario, porque ello sólo daña la actividad económica y consecuentemente la recaudación.

La respuesta al déficit fiscal debe venir, por un lado, por la mayor actividad económica (ya llevamos seis meses consecutivos en los que la evolución de la recaudación va por encima de la inflación). Pero también por el lado de una reforma tributaria progresiva. Argentina debe pasar de un régimen de impuestos “horizontales”, donde el grueso de la recaudación viene del IVA, y otros de carácter regresivo, a un régimen “vertical” donde el impuesto esté en función de la riqueza acumulada y de las ganancias que tienen las personas y las empresas. No hay muchos secretos. Hay que recorrer el camino inverso a lo que ocurrió durante el anterior gobierno, que castigó a la economía y encaró cambios tributarios que favorecieron a los sectores más pudientes.

Lo que se discute fronteras afuera

Estos temas también se están discutiendo en el mundo y en particular en Estados Unidos. La secretaria del Tesoro, Janet Yellen, confirmó que se está analizando imponer un alza impositiva para las empresas. La propuesta busca elevar el impuesto del 21% actual al 28%. Para responder algunos cuestionamientos sobre si las subas de impuestos a las empresas u otros gravámenes podrían afectar la recuperación, dijo que el programa apunta “al gasto que esta economía necesita para ser competitiva y productiva”, y ello requeriría “algunas subidas de ingresos” para compensar el costo, que no afectarán a las pequeñas empresas y a los hogares. También dijo: “tuvimos una caída global hacia valores mínimos de tributación corporativa y esperamos ponerle fin a eso”.

Según cálculos de una fundación norteamericana especializada en temas impositivos (Tax Foundation), en 1980 la alícuota promedio sobre los ingresos de las corporaciones alcanzaba al 40,1% a nivel global, mientras que en 2020 llegaba al 23,9%, una tendencia que debe ser revertida y que precisa del compromiso de los Estados más importantes. Estados Unidos no es el único caso. El gobierno del Reino Unido estaría trabajando en un plan para incrementar el impuesto a las corporaciones del 19% al 25% en 2023, el primer aumento desde los setenta. Lo justifican en la necesidad de cubrir el apoyo ofrecido a las empresas durante la pandemia.

Vinculado a esto, en un artículo que apareció estos días en La Nación, titulado, “Joe Biden acelera con las reformas y le imprime un giro progresista a EE.UU”, se señala que “luego de cuatro años de trumpismo, en los que prevalecieron los recortes impositivos, que favorecieron sobre todo a las empresas y las familias más ricas, y las desregulaciones, los demócratas empezaron a marcar un giro franco en la política económica de la primera potencia mundial mientras terminan de combatir la pandemia del coronavirus”. Es una nota interesante para reflexionar sobre lo que está ocurriendo en nuestro país y las políticas del gobierno de Alberto Fernández, tan resistidas por muchos que asiduamente encomian lo que sucede en el “primer mundo”.

En el texto también se puede leer: “la ofensiva de los demócratas para reducir la pobreza a la par de doblegar la pandemia aparece apenas como el primer paso para ampliar el rol del Estado en la economía. Biden dijo en su primera conferencia de prensa esta semana que una de sus prioridades legislativas será su plan para «reconstruir mejor» al país, con una hercúlea inversión en infraestructura, tecnología y lucha contra el cambio climático”. Según analistas consultados, “se trata de romper la tradición de un Estado de bienestar con gusto a poco. Hay un cambio de humor social hacia una visión distinta de la economía de la que era en los años 90, donde se creía que si generabas crecimiento, todo el mundo a la larga iba a verse beneficiado. Esa creencia ya no es compartida por la mayoría de la sociedad, o en el Partido Demócrata”.

La nueva administración norteamericana parece estar enfocada en avanzar hacia un cambio importante, que tiene que ver con las políticas de acumulación y distribución del ingreso. Si esa visión se consolida, inevitablemente impactará en los posicionamientos de los organismos multilaterales, por el peso que tiene Estados Unidos en ellos, y ello también puede favorecer las negociaciones que está encarando nuestro país.

Con distinta intensidad y alcance, parecieran estar gestándose cambios en casi todas las latitudes. Tienen que ver, entre otras cosas, con la necesidad de incrementar el rol del Estado y de contar con esquemas impositivos justos y que permitan financiar los gastos.

Lo que está en tela de juicio en el mundo no es otra cosa que el modelo neoliberal. Implica, a pesar de las resistencias que habrá para no ceder ganancias por parte de los grandes grupos económicos y financieros, poner en discusión los postulados que se vienen siguiendo desde los setenta. Y si bien es bienvenida esta postura, creo que hay que avanzar aún más, con una profunda redistribución del ingreso y la ampliación del trabajo decente. Pero eso sólo se logrará si la mayoría de los ciudadanos se involucran para que este rumbo termine imponiéndose.

En nuestro país, este tema se ve reflejado en las cifras de pobreza. En el segundo semestre de 2019, la cantidad de personas en situación de pobreza alcanzó al 35,5%, resultado de un modelo neoliberal. En el segundo semestre de 2020, y luego de atravesar la pandemia y varios meses de cuasi paralización de la economía, la pobreza aumentó al 42,0%: ese resultado, penoso por sí mismo, no ha sido superior gracias a los varios programas del gobierno que salieron en ayuda de las familias y las empresas, focalizados en los más necesitados. Una redistribución positiva y que se hubiese deseado que fuera un poco más intensa, pero no hay que olvidar que veníamos de la pandemia económica y las nueve emergencias que fueron encaradas por la Ley de Solidaridad Social, norma que constituyó otro paso importante hacia una mejor distribución del ingreso.

Nota publicada en ContraEditorial el 01/04/2021

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