Tiempo Argentino | Opinión
Cecilia Morel, la esposa del presidente chileno Sebastián Piñera, le comentó a una amiga: «Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás». Esta frase es un consejo que brinda. Una expresión que indica con claridad el gran problema de Chile: la fuerte concentración del ingreso y las agudas diferencias sociales asociadas con ella.
Cuestiones que desnudan las consecuencias de la aplicación del paradigma neoliberal, muy distintas a los supuestos beneficios del modelo por el cual Chile ha sido siempre un alumno reconocido y puesto como ejemplo. En otra muestra de esos elogios, pocos días antes de desatarse las protestas sociales el presidente Piñera comentó: «En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable».
Según cálculos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en su informe «Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile», cito textual, el 33% del ingreso que genera la economía chilena lo capta el 1% más rico de la población. A su vez, el 19,5% del ingreso lo capta el 0,1% más rico.
El PNUD también calcula que la mitad de los asalariados con jornada de 30 y más horas semanales obtenía en 2015 un salario que no permitía a un trabajador mantener a una familia de tamaño promedio sobre la línea de pobreza.
Son datos críticos, generalmente obviados por los defensores del modelo chileno.
Continúa el citado informe: «A la desigualdad que se origina en los bajos salarios, se suma la que produce un sistema de pensiones que no provee los medios de vida requeridos para la vejez». Alrededor de la mitad de los jubilados percibe hoy una pensión inferior al 70% del salario mínimo (que es muy bajo).
Chile se ubica en el puesto 26° en un ranking de mayor a menor del índice de Gini (que mide la desigualdad económica, a mayor valor más desigual) muy cerca de Colombia (16), Paraguay (18), México (21), Nicaragua (29) y República Dominicana (30). Y está muy lejos de países como EE UU (el más desigual entre los desarrollados en el puesto 53), Israel (68) o España (92) y Grecia (93). Estos datos muestran que el famoso modelo chileno no ha servido ni para acercarse a los desarrollados en términos de desigualdad.
Pero no todo se reduce a la cuestión económica. La sociedad se encuentra muy estratificada. Según el estudio del PNUD, el 41% de la población encuestada declara haber experimentado en el último año alguna forma de malos tratos, entre ellos, ser ignorado, ser mirado despreciativamente, ser discriminado o tratado injustamente.
También en Clarín (21/10/19) podemos encontrar conceptos que evidencian el problema chileno y los orígenes de la masiva respuesta popular de estos días: «La otra cara del modelo económico de Chile. Pensiones irrisorias, sueldos miserables, alza de precios y creciente inseguridad. Los chilenos no sólo están enojados por la suba del boleto del subterráneo, en la calle los que protestan hablan de la inequidad social y que sólo unos pocos se llevan la pasta, el resto hace malabares para llegar a fin de mes».
Hay una cita más que interesante del profesor de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, Claudio Nash, quien sostiene que «Chile ha mostrado internacionalmente su modelo como un caso exitoso y eso ocultó durante muchos años la realidad. Es un país profundamente desigual que ha apostado por el individualismo. Los sectores marginados son los que ahora encabezan las protestas».
El poder de compra de los ya bajos salarios de los trabajadores, debido al elevado costo de vida, ha sufrido últimamente mucho más por los aumentos en los precios de la salud, medicamentos, y de los servicios de agua y electricidad.
Además del subte, que sólo tiene incidencia en la ciudad de Santiago, pero que fue el detonante de las protestas en toda la nación.
El presidente Piñera presentó un plan de «alivio» con algunas concesiones, de escaso impacto según la oposición. En similar línea, algunos grandes empresarios han decidido, a nivel de sus empresas, nada sistémico, aumentar sus pisos salariales.
Casi en todas partes
Chile es un ejemplo más que demuestra que el «derrame no existe» y que lo que está en discusión es un modelo que acumula ingresos y riqueza cada vez en menos manos, a escala nacional y por, supuesto, global.
Las desigualdades tienden a exacerbarse en tiempos de desaceleración de la economía, como ocurre en la actualidad. De hecho, el habitual informe de Perspectivas de la Economía Global del FMI proyecta que 2019 culminará con un crecimiento del PBI mundial del 3%, claramente menor al 3,8% de 2017.
En este panorama, implementar reformas como la laboral sólo agravaría mucho más la desigualdad. De hecho, el propio FMI dice: «En épocas de bonanza, la reducción de los costos de despido contribuye a que los empleadores estén más dispuestos a contratar a nuevos trabajadores, mientras que en épocas difíciles los hace más dispuestos a despedir a los existentes, ampliando los efectos de una desaceleración». Claro que, al momento de las recomendaciones concretas, y más aun a los países a los que les presta, el Fondo sigue recomendando la flexibilización laboral, independientemente de la fase por la que pase cada país.
Después de todo, con estas políticas las multinacionales y los individuos más poderosos se han beneficiado como nunca. Según el último Reporte de Riqueza Global 2019, que elabora todos los años el Credit Suisse a nivel mundial, la mitad de la población adulta que está en la base de la pirámide tiene apenas el 1% de la riqueza, mientras que el 1% de la población más rica posee el 45% del patrimonio total. Los números lo dicen todo. Estados Unidos, el país desarrollado más desigual, como ya comentamos, contribuye con el 40% de los millonarios de la cúpula.
En un interesante artículo de El País (20/10/19), «Las grietas del capitalismo obligan a su reinvención», se hace un resumen de algunas de las posturas sobre el drenaje de riqueza y el devenir del sistema actual. Un dato útil es el que entrega Alex Cobham, consejero delegado de Tax Justice Network, que señala que anualmente las multinacionales privan a los gobiernos de unos ingresos de 500 mil millones de dólares a través de los paraísos fiscales y la elusión de las grandes corporaciones. Son recursos suficientes «para dar dos dólares diarios a los 650 millones de seres humanos que viven por debajo del umbral de la pobreza, situada en 1,90 dólares».
Otra opinión que se recoge es la de Brad Setser, economista del Council on Foreign Relations, de Nueva York: «Las corporaciones estadounidenses comunican siete veces más beneficios en pequeños paraísos fiscales (Bermuda, el Caribe Británico, Irlanda, Luxemburgo, Holanda, Singapur y Suiza) que en seis grandes economías (China, Alemania, India, Francia, Italia y Japón).
Los datos y comentarios aportados nos llevan a concluir que el problema no es la mala gestión de gobiernos tan distintos, sino el modelo aplicado, con las características que tiene en cada país. EE UU es el país más desigual de los desarrollados. Valgan entonces los comentarios de la legisladora Alexandria Ocasio-Cortez, quien haciendo campaña para el demócrata Bernie Sanders, sostiene: «No se trata sólo de desafiar a Donald Trump, sino el sistema sobre el que se sustenta». Por eso puede sostenerse que tanto en los países desarrollados como en los periféricos genera los mismos resultados: inequidad, concentración de la riqueza, problemas con la salud, problemas con la educación, problemas con la vivienda, entre otros.