Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
Para el Poder Ejecutivo el cumplimiento de las metas acordadas con el FMI no permite dilaciones. La resolución debía ser urgente. De allí que el ajuste de gastos de la Administración Pública Nacional se publicó por decreto (632/18), debilitando, una vez más, el funcionamiento republicano, y a pesar de que se está preparando el Presupuesto 2019. Este ajuste generaría un ahorro de 20.000 millones de pesos. Para tener una idea de tal monto, es casi la mitad del aumento de intereses de la deuda pública producido en los primeros cinco meses de este año (36.713 millones de pesos) comparado con igual período del año anterior. Ni hablar de los intereses de junio, dado que gran parte de ellos, los originados por la deuda en dólares, estarán impactados por el aumento del 15,7 por ciento del dólar en dicho mes.
Con estos números, podría decirse que los ajustes del gasto primario son infructuosos, pues el resultado neto terminaría siendo más o menos el mismo: con la diferencia de que hay menos recursos para el funcionamiento del Estado y más recursos para pagar intereses de la deuda.
Si bien el decreto resulta sólo una porción del ajuste total acordado, avanza principalmente sobre los trabajadores públicos, ya que congela el empleo, elimina y prohíbe nuevos incentivos, premios o suplementos salariales, anula los convenios con universidades dejando gran cantidad de profesionales sin empleo, y recorta gastos en viajes y autos. El achique de gastos en personal seguramente cercenará derechos laborales, mientras que el recorte en movilidad aparece como una mera enunciación publicitaria: es una gota en el vaso del ajuste.
Siempre comenté que las denominadas políticas gradualistas se trataban de un ajuste encubierto, más lento que el solicitado desde los centros de poder económico. Pero la verdadera cara de los recortes que se vienen aplicando desde diciembre de 2015 aparece claramente en el acuerdo con el FMI. Porque el ajuste es más que la reducción del gasto público, implica políticas monetarias restrictivas, con altas tasas de interés que impactan negativamente en la producción y el consumo. Con metas de inflación vinculadas a esa alza en las tasas de interés. El acuerdo es explícito: “el BCRA se compromete (…) a no relajar las condiciones monetarias, en particular, bajando la tasa de política monetaria, hasta que se lleve adelante una discusión con el staff del FMI”. Es decir, la política monetaria vinculada estrechamente con la cambiaria, y las tasas de interés prácticamente intocables a la baja.
Otros aspectos del ajuste no tratados explícitamente en el acuerdo con el FMI se complementan con las políticas que ya venía ejecutando el gobierno, como la fijación de las paritarias del sector privado de forma tal de ir por detrás de la inflación. Porque si no, ¿cómo cumplir con las metas de inflación previstas para diciembre de este año, cuando el precio de los combustibles están liberados, las tarifas están dolarizadas y no hay ningún tipo de límite a los aumentos de precios? El salario viene siendo, según lo perseguido por el gobierno, la variable para limitar la inflación. El gran problema es que menor poder adquisitivo lleva a menor producción, y la recesión resulta inevitable.
En su discurso del 9 de julio, Mauricio Macri sostiene que “estamos pasando una tormenta”, una metáfora en la que utiliza el fenómeno meteorológico, por su naturaleza inmanejable, para intentar eximir de responsabilidad a su gestión. El Presidente también habla de la necesaria “continuidad en el esfuerzo” que se requiere. Un esfuerzo que, no lo dice, será soportado por la mayoría de la población, a partir de un fuerte deterioro de las condiciones económicas y sociales, viviendo con un lógico miedo al desempleo y con un consumo que cada vez se achicará más. Salvo que en las elecciones de 2019 se elija un gobierno que aplique otro modelo económico, en las antípodas del que están aplicando conjuntamente el gobierno nacional y el FMI.