La demanda de EE UU a S&P pone en el tapete el papel desempeñado por el sector privado durante la crisis.
El acuerdo de precios. La semana pasada se llegó a un acuerdo con supermercadistas y tiendas de electrodomésticos, entre otros, para mantener los precios de todos los productos por un lapso de 60 días. En este marco, vale la pena avanzar en algunas cuestiones que se desprenden de las repercusiones del anuncio.
Uno de los puntos se vincula al tema de las responsabilidades en lo que respecta a la inflación, ya que, desde hace tiempo, los medios y analistas hegemónicos intentan posicionar al gobierno como el responsable de todo problema que se observe en la economía. Bajo esta perspectiva, la inflación estaría asociada al exceso de emisión, o al mayor gasto público, una postura de neto espíritu neoliberal que omite las diversas causas y responsabilidades asociadas a la suba de precios.
El apoyo brindado al acuerdo por el sector de los empresarios constituye una muestra clara de que también son ellos quienes se encargan de remarcar los precios, y que las subas de ninguna forma están relacionadas a una suerte de voluntad «divina».
Es por ello que se requiere pensar en el problema de la concentración de la economía y su relación con el proceso de determinación de precios, un punto que quedó de manifiesto a partir de lo expresado por algunos supermercadistas, que señalaron que el éxito de la medida requería de un compromiso de los eslabones previos de la cadena, ya que alrededor de 20 fabricantes de alimentos producen el 80% de lo que llega a las góndolas.
La discusión atraviesa de lleno la cuestión de la puja distributiva, algo que desde hace rato venimos sosteniendo. En esta línea, los acuerdos de precios deben ser vistos como un componente importante de una estrategia antiinflacionaria que evite utilizar políticas de contracción de la demanda, y aquí debería avanzarse hacia arreglos de más largo plazo.
Sin dudas, resulta necesario mantener las conquistas logradas y apuntar a su profundización, algo a lo que no contribuyen ciertas declaraciones de tinte apocalíptico que abonan a la confusión general. Al respecto, pueden mencionarse las palabras de Roberto Lavagna, para quien «a partir de abril la inflación se transformará en incontrolable», una frase amenazante cargada de una fuerte dosis de irresponsabilidad en lo que respecta a la formación de expectativas. Esto se puede empalmar con las tapas publicadas en los días posteriores al anuncio por ciertos diarios hegemónicos que intentan instalar la idea del desabastecimiento y hacen mención a supuestos faltantes en las góndolas, una versión que fue desmentida rápidamente por los supermercadistas.
Anuncio de Dilma. La presidenta de Brasil manifestó que planea ampliar la canasta básica de alimentos que se encuentra desgravada del pago de impuestos federales, la que pasaría a estar conformada por 13 bienes, y no sólo por dos, como ocurre en la actualidad. Esto es parte de la estrategia de rebajas y exenciones de impuestos que lleva adelante aquel gobierno, que busca mantener a raya la inflación y tratar de reactivar la alicaída economía, que en 2012 creció un magro 1 por ciento. El espíritu del anuncio merece ser destacado, en consonancia con lo que desde hace tiempo venimos argumentando para nuestro país, en cuanto a la necesidad de analizar seriamente la eliminación del IVA a ciertos consumos. Se trata de una medida progresiva desde el punto de vista tributario, y que además posee un impacto concreto en el proceso de formación de los precios. Pero también requiere ser implementada en el marco de una reforma tributaria que entre otras cosas evite desfinanciar las arcas públicas. En el caso de Brasil habrá que seguir de cerca lo que ocurre, ya que el gobierno sigue manteniendo una meta fiscal estricta, por lo que la pérdida inicial de recaudación podría ser respondida con recortes del gasto corriente, algo no deseable ya que afectaría el ritmo de recuperación de aquella economía. Respecto de la progresividad, una medida de este tipo debería evitar que se beneficien los estratos superiores de la pirámide social, que naturalmente consumen dichos alimentos, como así también los formadores de precios, que podrían apropiarse de parte de la rebaja impositiva. Pensando en nuestro país, para minimizar la pérdida recaudatoria y darle mayor progresividad a una medida de este estilo, podría estudiarse alguna modalidad que contemple, por ejemplo, el uso de tarjetas asociadas a una cuenta personal en la que el Estado acredite los montos oportunamente desgravados. De paso se favorece un mayor «blanqueo» de operaciones. Se trata de un tema relevante que invita a seguir pensando.
Estados Unidos versus S&P. Una de las novedades de la semana pasada fue la demanda que presentó el gobierno de Obama contra la calificadora Standard & Poor´s, por al menos 5 mil millones de dólares. La denuncia se basa en documentos internos que comprueban que se asignaron de forma intencionada calificaciones altas a inversiones hipotecarias sumamente riesgosas, que colaboraron en la gestación de la burbuja y luego se desplomaron, ayudando a detonar la crisis financiera en 2007. Seguramente, como dijo la presidenta Cristina, se trata de un castigo leve comparado con el daño que infligieron a la economía, y tal vez la medida más atinada debiera haber sido la inhabilitación para seguir actuando. De todas formas no deja de ser una noticia importante que el gobierno de Obama haya avanzado en este tema.
Las calificadoras de riesgo siguen siendo una referencia significativa del esqueleto de instituciones que le dan sostén al neoliberalismo. Expresan en última instancia la máxima ortodoxa que apunta a minimizar el rol de los Estados en la regulación de los procesos económicos. Bajo la lógica de que los mercados asignan eficientemente los recursos, el sistema de calificaciones privadas tiende a generar los incentivos para la existencia de comportamientos poco transparentes y la gestación de crisis. En gran medida esto se explica a partir de una relación de mutua conveniencia entre partes, en la que el éxito de las emisiones de deuda depende de la obtención de una buena calificación, mientras que el lucro de las agencias se deriva de las comisiones que cobran por otorgar las certificaciones de «buena calidad».
Dentro de este marco también se puede situar la manipulación de la tasa Libor durante varios años, algo en lo que están involucradas entidades de importancia sistémica como el Citigroup, J.P. Morgan Chase, UBS, Deutsche Bank y HSBC.
La incumbencia de estas agencias también abarca al plano soberano, transformándose en auditoras de las políticas de los gobiernos y castigando con sus notas e informes a los gobiernos que tratan de alejarse de las prácticas convencionales, como bien sabemos en nuestro país.
No hay que olvidar que fue la propia S&P la que rebajó la nota soberana de Estados Unidos en agosto de 2011, generando una fuerte volatilidad financiera global. Tal vez ello ayude a explicar por qué sólo se reparó en esta agencia, aunque no hay que descartar que el mensaje también pueda estar dirigido a Moody´s y Fitch, que amenazaron últimamente con rebajar la nota si no se llega a un acuerdo consistente para incrementar el techo de la deuda.
Si bien poco se ha avanzado en la regulación del sistema financiero global, incluyendo a las agencias de calificación, la demanda a S&P pone en el tapete el papel desempeñado por el sector privado durante la crisis y la necesidad de implementar cambios profundos, que podrían incluir la existencia de agencias de calificación estatales, que seguro estarían en mejores condiciones de representar los intereses del colectivo, y no de un sector o inversor particular.
Artículo publicado en el diario Tiempo Argentino el domingo 10 de Febrero de 2013