El plan de Celestino Rodrigo se caracterizó por un fenomenal ajuste de las tarifas de servicios públicos.
Resulta temerario asimilar la situación actual de la economía argentina, e incluso sólo algunos rasgos de ella, con el Rodrigazo producido en junio de 1975. Las condiciones actuales de la economía son diametralmente opuestas, con una balanza comercial altamente superavitaria, elevadas reservas internacionales, cosechas que son récord histórico, un sistema financiero sólido, una situación fiscal con ingresos altos y sostenidos, una economía que, con diferencias entre sectores, creció cerca del 2% en 2012 cuando la economía brasileña lo hizo al 1%, en medio del fuerte impacto de la crisis mundial. También un fuerte liderazgo político por parte de la presidenta de la Nación que fue elegida con más del 54% de los votos.
Pero, más allá de las debilidades de las variables económicas y financieras en 1975, el plan de Celestino Rodrigo se proponía objetivos concretos de distribución regresiva del ingreso y reconfiguración de la economía.
Según Néstor Restivo y Raúl Dellatorre, autores de El Rodrigazo, 30 años después, en la estampida de precios «primó la ideología ultraliberal del autor intelectual del plan, (Ricardo) Zinn». Según estos autores, «la idea en esa hipótesis señalada por un colaborador directo, era generar una ‘estampida inflacionaria que licuara la deuda de las empresas’, casi toda deuda en moneda nacional, que rompiera el control de precios contra el que despotricaban las empresas, el que había regido desde 1973, y que beneficiara sobre todo a las compañías exportadoras, vía devaluación». Esta investigación da cuenta de la fuerte distribución inequitativa de ingresos y riqueza que inspiró las medidas de 1975.
Es entonces muy significativo que el Rodrigazo haya sido vinculado a las negociaciones paritarias de este año, mención que destila un fuerte componente ideológico, pues lleva a identificar a los aumentos de sueldos con un impulso inflacionario, cuando el plan implementado por el ministro Rodrigo se caracterizó por un fenomenal ajuste de las tarifas de servicios públicos y una devaluación superior al 100%, medidas impensables en la actualidad, y que poco tienen que ver con los niveles salariales.
Es peligroso relacionar las justas demandas de los trabajadores por la recomposición de sus salarios con los aumentos de precios. Esta puja distributiva que se produce en nuestro país tiene componentes específicos derivados de la estructura económica como la concentración de los mercados y las características de las etapas de comercialización, pero esencialmente tiene como principal ingrediente la conducta de las grandes empresas que a través de los precios aumentan sus ganancias. Es una cultura compartida por las empresas capitalistas a lo largo del mundo.
Resulta interesante una cita del informe Tendencias Mundiales del Empleo 2013 de la Organización Internacional del Trabajo que al analizar el comportamiento de los países del G-20 establece que «la indecisión de los responsables de la formulación de políticas en diversos países ha generado incertidumbre sobre las condiciones futuras y reforzado las tendencias de las empresas a aumentar los excedentes de efectivo o pagar dividendos antes que expandir su capacidad y contratar nuevos trabajadores». Ante la crisis, son cautos en sus planes de producción, con el negativo efecto que esto tiene sobre los trabajadores; sin embargo, la misma cautela que llevaría a fortalecer a las empresas con más capital no es aplicada, por el contrario, realizan una mayor distribución de ganancias.
También lo hacen en los momentos de expansión del ciclo como ha venido sucediendo en Argentina, aprovechan la expansión del consumo popular logrado con las paritarias o las actualizaciones de las jubilaciones y pensiones, para incrementar sus ganancias vía precio.
En medio de estas decisiones se cuela el tema del Impuesto a las Ganancias sobre los trabajadores: sin duda se requiere un incremento del mínimo no imponible como también de los tramos del impuesto, implementando incluso alícuotas superiores al 35% para los tramos de muy altos ingresos. Pero también es importante no desfinanciar el Estado, y por eso esta discusión resulta difícil de saldar si no se concibe en el marco de una reforma impositiva mucho más amplia, ya que a medida que se profundiza el modelo iniciado en 2003, la necesidad de la reforma tributaria es cada vez más acuciante. Hay que dotar a la recaudación impositiva de seguridad, pero también de una mayor progresividad en la distribución de las cargas, una deuda pendiente y cuya resolución significa ir desarmando las herencias neoliberales que aún persisten.
Otra cuestión que ha tomado relevancia es la cotización del dólar ilegal, y vale la pena hacer un comentario respecto de ciertas posturas que pretenden instalar la idea de que el dólar oficial debería alinearse con el dólar ilegal, en tanto sería este último valor el que refleja adecuadamente los fundamentos de la economía. Esta visión omite que el mercado ilegal, además de pequeño, es altamente estacional y posee un importante componente especulativo que le da alta volatilidad a las cotizaciones. Pretender establecer al dólar informal como referencia (algunos analistas lo sugieren como única cotización, otros con tipos de cambio múltiples) refleja una actitud ardidamente desestabilizadora por parte de algunos sectores, algo que se entremezcla con fuertes intereses especulativos.
Este planteo deja implícita la solicitud de un verdadero shock devaluatorio del orden de más del 45% que, entre otros, produciría notables ganancias para aquellos que originalmente incluyeron un dólar más bajo en sus cálculos de rentabilidad, por ejemplo los exportadores del complejo primario. Una devaluación como la pretendida no se condice con el actual régimen de flotación administrada con reducción de la volatilidad, que viene aplicando el BCRA.
Estos planteos reflejan una fuerte dosis de irresponsabilidad social, ya que la suba del dólar derivaría en un mayor incremento de los precios internos, tanto de los bienes de consumo popular, como los de las importaciones requeridas por el proceso productivo, con los consiguientes efectos negativos en el plano de la distribución del ingreso y sobre el nivel de actividad.
El superávit de comercio exterior de 2012 llegó a la importante cifra de 12.690 millones de dólares. A tono con este resultado, acaban de eliminarse las licencias no automáticas de importación, que ya desde 1999 (la resolución más antigua de las varias que acaban de derogarse) se comenzaron a aplicar, muchas veces con un efecto muy positivo, otras generando algunas dificultades en la economía interna, pero han demostrado ser una importante herramienta de gestión del comercio exterior. De todas formas, aún mantienen vigencia las declaraciones juradas anticipadas de importación, requisito indispensable para comprar al exterior.
Creo que siempre es preferible la regulación de los distintos flujos comerciales, que debe estar acompañada de una estructura eficiente y numerosa en el Estado para administrarla con la necesaria flexibilidad. Para ello se requiere cancelar una deuda que aún no se ha saldado en su totalidad, la reconstrucción de un Estado con capacidades de gestión en la intervención de los procesos económicos. No es fácil reconfigurar un Estado desguazado durante la dictadura y los noventa; se ha avanzado mucho, pero es algo que requiere un gran esfuerzo y un continuo fortalecimiento de las capacidades regulatorias del nuevo Estado que se está construyendo. –
Artículo publicado en el diario Tiempo Argentino el domingo 27 de enero de 2013.