Por Carlos Heller.
El rumbo iniciado en 2003, y la perspectiva de su profundización, no ocurren sin tensiones ni conflictos: parece claro que quienes van perdiendo sus privilegios e impunidades no están dispuestos a ceder ni en las palabras ni en los hechos frente a los procesos de democratización de la riqueza, del poder y del conocimiento.
Las fuerzas conservadoras no vacilaron en desplegar a cada momento del proceso histórico su poder ofensivo contra el gobierno democrático. Desde 2003, las diversas expresiones de la derecha intentaron presionar para que la crisis desatada en 2001 fuera resuelta a través de una recomposición política que dejara intactos los resortes de poder que, justamente, llevaron al país a una verdadera catástrofe social. Néstor Kirchner fue claro y respondió: “No he llegado hasta aquí para pactar con el pasado ni para que todo termine en un mero acuerdo de cúpulas dirigenciales. ¡No voy a ser presa de las corporaciones!”.
La actitud destituyente de los grupos económicos y sus voceros -muy particularmente los medios de comunicación aún hegemónicos- ha sido una constante en estos nueve años de la historia argentina. La brutal reacción de las patronales agrarias frente a la iniciativa gubernamental impulsando las retenciones móviles dejó entrever que los poderosos no reconocen límites a la hora de defender sus intereses. La moderada reforma impositiva sobre la propiedad agraria resuelta en la provincia de Buenos Aires vuelve a poner blanco sobre negro la inagotable codicia de quienes siguen detentando gran poder económico. La imagen de la dirigencia arengando a los dueños de la tierra y la declaración de paro comercial por nueve días evidencian la intransigente apuesta de no ceder un ápice en la defensa de sus intereses particulares.
La labor de desgaste del Gobierno reconoce en los medios de comunicación aún dominantes un actor fundamental, aunque los resultados electorales de octubre de 2011 dejan entrever que no han logrado incrementar la eficacia cultural y política de su discurso propagandístico. Un recurso que explotan especialmente importantes medios opositores es la convocatoria a algunos intelectuales que gozan de la autoridad pública de la palabra, de modo de apuntalar su ofensiva antidemocrática. No nos interesa entrar en nombres personales ni en posturas individuales. Entendemos que siempre las personas expresan posiciones sociales, culturales y políticas colectivas. Nadie habla, para decirlo de otro modo, “sólo por sí mismo”, sino que revela el punto de vista de un grupo más o menos amplio de personas e instituciones y, en ese sentido, el discurso adquiere un carácter representativo.
Sólo a los fines ilustrativos nos parece útil analizar algunas de las opiniones publicadas para comprender la táctica propagandística y discursiva de los sectores conservadores y nostálgicos del modelo neoliberal. Estos textos hacen diagnósticos apocalípticos y caracterizan el momento como de profunda crisis total, descalifican al Gobierno, atacan a la oposición y, con arrebatos de furia y adjetivos se colocan en una retórica que en otras épocas hubiera sido calificada de golpista. Veamos los principales nudos de los contenidos que nos faciliten discernir sobre las implicancias de esta retórica incandescente.
Un común denominador que posee casi la mayoría de estas posturas es el de calificar la situación del país como flamígera: “El país está que arde”, pontifican y advierten que “no escucha la indignación ciudadana.” Claro que esto contrasta con los resultados de las últimas elecciones. Pero sucede que, para estos enfoques, la legitimidad que concede la democracia a las mayorías son relativas si tocan los intereses de las minorías. Se puede recordar los titulares de tapa de un importante matutino argentino diciendo “Chávez ganó con el 60 por ciento: se teme una dictadura”, por lo cual avanzar con la legitimidad del voto popular y con las mayorías parlamentarias necesarias para legislar cambios de fondo resulta catastrófico pues “se pisotean las instituciones de una forma parecida (por ahora no igual, aunque no tenemos las garantías) a las dictaduras.”
La defensa del viejo orden se apalanca, en primera instancia, en la crítica a Néstor Kirchner, pues “a poco de iniciar su gobierno, martilló la táctica de esparcir el miedo con ataques en rápida sucesión a los bancos, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el liberalismo, las corporaciones multinacionales, la prensa, los débiles opositores, etcétera.”
El mensaje es inequívoco: para esta perspectiva es imperioso terminar con la política de memoria, verdad y justicia; con la democratización de la palabra; con la integración latinoamericana y la defensa de la soberanía sobre Malvinas; con el imprescindible disciplinamiento de las corporaciones; con la gradual, pero sostenida redistribución progresiva del ingreso; con la redefinición del modelo de acumulación centrado en el desarrollo de la producción y la prioridad del mercado interno; con novedosas y reparadoras políticas sociales; con la reinstalación de la política como herramienta transformadora o con la interpelación a la militancia juvenil y a la construcción de una identidad plural que impulse un proyecto de país sin intolerables exclusiones y exclusivismos.
No es que no haya asignaturas pendientes, contradicciones o tensiones, sino que el rumbo general es impugnado desde una perspectiva enteramente reaccionaria. O, dicho de otro modo, se trataría de volver a las viejas fórmulas neoliberal-conservadoras que estallaron el 19 y 20 de diciembre de 2001. Entonces, para descalificar estos elementos acuden y se refugian en la noción de “relato oficial” que de forma ilimitada “machaca sobre los rasgos paradisíacos de su ‘modelo’.”
Lo notable de esto es la permanencia de una profecía catastrófica. Por ejemplo, otra pincelada en este estilo ratifica que “el modelo se ha reducido al encierro”. Y vituperando todas las medidas en curso, se afirma que “el programa, para llamarlo de algún modo, está empeorando la desaceleración de la economía. La caída se parece más a un derrumbe que a una retracción.”
Claro que, a la hora de sumar argumentaciones que horaden la credibilidad, también se aventuran afirmaciones un tanto contradictorias como “la legitimación del gobierno actual se debe ante todo a la situación económica. Las elecciones las ganan cada vez más los consumidores y cada vez menos los ciudadanos”. Corolario, frente a esta supuesta irrealidad del discurso kirchnerista se yergue la única verdad, oculta por el oficialismo y necesaria de revelar en forma permanente y sin transigencias: “la inmoralidad gubernamental y la complicidad opositora.”
Con un lenguaje plagado de adjetivos descalificativos, se llegó a caracterizar a la oposición como “pigmeos”, y se los acusó de dedicarse a “patéticas danzas de comité”, y limitarse a “maquillajes, negociaciones de corto vuelo, respuestas confusas a la agenda oficial, ambiciones personales nubladas por su arcaísmo y miopía”. Cuando se critican no sólo las políticas gubernamentales y se le da consejos a la oposición, el reclamo es la falta de “mayor sed de poder más convicción, apuntando a que haya alternancia, ya que los resultados electorales dan para un bipartidismo dinámico”. Y, ante esta carencia, nuevamente la profecía que amenaza: “Viene una Argentina más débil desde el punto de vista de la ley, con una justicia menos eficaz; un país donde la corrupción reina y el ejercicio de poder caudillesco se potencia. En este marco, lo que viene es el país del miedo”.
Lo cierto es que estos discursos, de algún modo, se muerden la cola, pues todo el mundo -dejando de lado las anónimas excepciones entre los políticos opositores- sería cómplice por acción y omisión de la “hecatombe kirchnerista”. A la hora de proponer, los analistas y comunicadores que castigan a la oposición acuden al ejemplo de la oposición venezolana, pues tuvo “la inteligencia que aún le falta a la nuestra. Asume que debe salvar la República y la democracia por sobre todas las cosas. Los matices ideológicos quedan para más adelante.”
Claro que este enfoque niega la experiencia no lejana que el “Grupo A” transitó entre 2009 y 2011, y terminó con la gran
derrota electoral. También, en este caso en el que se reivindica a la oposición venezolana, se oculta que el candidato presidencial fue un activo protagonista del golpe de Estado en 2002. Asaltó la embajada cubana en Caracas y formuló amenazas sin eufemismos a los diplomáticos de Cuba.
Parecería que la crispación de esta ancestral derecha argentina la va conduciendo, inexorablemente, a posiciones fatalmente destituyentes. En nombre de la democracia, se propone “extirpar la infección” con antibióticos cuya composición se ignora. Hay una incursión en la política a través de un discurso exacerbado asumiendo estos textos el lugar de portavoz de los sectores del privilegio. La violencia verbal exige una redoblada vigilancia democrática, por cuanto sus expresiones presuntamente higienistas han sido caldo de cultivo de dictaduras genocidas. Con argumentos, unidos y organizados, lograremos conquistar una sociedad más justa donde las rémoras neoliberales tengan el patético lugar que se merecen: el arcón de los malos recuerdos.
Esta nota fue publicada en la Revista Debate el 22-06-2012.