En las últimas décadas del siglo pasado, bajo los fastos triunfalistas generados por la caída de los sistemas de economías centralmente planificadas, el neoliberalismo proclamó el fin de la historia y, con ello, la supuesta certidumbre de una hegemonía general y eterna para la humanidad toda. Por ende, “el fin” implicaba la clausura de la noción de futuro.
A partir de ello, sostuvo una epistemología que apuntaba a defender el concepto de “presente perpetuo” por una doble vía. Por un lado, por la política de los hechos: en una sociedad organizada por valores competitivos e individualistas, que privilegia la lógica del mercado, el talante de la vida se manifiesta en la urgencia y en el vértigo. En el caso de los “ganadores”, porque su aspiración de ganar más cierra cualquier debate sobre el futuro que trascienda el cálculo. En el caso de los “perdedores”, la preocupación más inmediata resulta cómo resolver el día a día. En cualquier caso, el horizonte temporal signado era la inmediatez y lo efímero.
En un plano más teórico, la labor de los intelectuales asociados a la cosmovisión conservadora tuvo como foco fundamental la crítica del historicismo, la impugnación de los “grandes relatos” (con excepción, claro está, del gran relato neoliberal) y la descalificación de toda aspiración de futuro bajo la admonición de que la utopía constituía una pérdida de tiempo, pues la felicidad humana es una ilusión insoluble, sólo atemperada por el deseo y las expectativas de obtener en forma infinita bienes materiales. Negando el pasado, se pretendía eliminar la memoria y la identidad, absolutizando el presente se quería consagrar una ética del individualismo y “el aquí y ahora” como neutralización de todo sueño o proyecto colectivo. La riqueza impúdica y desmedida es, para la ética neoliberal, no sólo legítima, sino también mandato divino; la pobreza es un daño colateral naturalizado que debe morigerarse con los planes focalizados de la estirpe del Banco Mundial. Como vemos, toda una arquitectura de valores para garantir la exclusión, la explotación y expoliación de nuestra gente y nuestras tierras.
En síntesis, presente perpetuo y abdicación de toda reflexión sobre el pasado y sobre el futuro fueron piezas clave de la cosmovisión neoliberal-conservadora hegemónica en el último cuarto del siglo XX. Esta cosmovisión ahistórica crujió y entró en crisis de sustentabilidad y se expresó dramáticamente en nuestro país el 19 y 20 de diciembre de 2001.
En efecto, desde entonces el proyecto instalado originalmente por la dictadura militar, y continuado por medios constitucionales entre 1983 y 2003, viene siendo desarticulado, dando paso a un proyecto divergente, de inspiración nacional, popular y democrática. Un segundo dato sustantivo es que esos vientos renovadores no soplaron sólo para la Argentina, sino para buena parte de América Latina. Los gobiernos del siglo XXI, con matices más o menos significativos, han planteado una agenda superadora del legado de los modelos autoritarios del mercado que asolaron a nuestros pueblos. Se asiste a la reformulación en un nuevo contexto histórico del proyecto de Patria Grande.
200 años antes
Con razón, hemos escuchado muchas veces que logramos ser Independientes pero no libres. Otras voces completan que porque hubo Naciones no hubo Patria. Otras perspectivas aducen que hubo Nación, que hubo Patria pero no “para todos”; sólo para aquéllos que concentraron el poder económico local aliados -cipayos fue alguna vez la calificación indignada- con sistemas transnacionales de poder en cada momento histórico.
Nuestra América resultó ser una configuración multicivilizacional, forjada bajo la barbarie del colonialismo y la esclavitud. No es ocioso indicar que la primera revolución triunfante en nuestro territorio fue la de Haití. Vale recordar que esa colonia francesa -denominada por entonces Santo Domingo- tuvo una historia trágica. Sus habitantes originarios fueron diezmados por la conquista y el territorio ocupado con esclavos africanos que apenas dos años después de la Revolución Francesa dieron curso a un proceso revolucionario que culminó con la derrota de los ejércitos napoleónicos.
El nombre con que rebautizaron la isla las fuerzas insurreccionales -Haití- respetaba el idioma de los antiguos originarios exterminados por las fuerzas de ocupación francesa. La nueva Constitución Haitiana, de la República Negra, afirmaba en su artículo 14 que todos los ciudadanos de Haití serían llamados “negros”, en un inédito desafío a la “modernidad” francesa, que proclamaba una ciudadanía abstracta y blanca, a la cual los insurrectos haitianos le oponían la contramoderna y concreta definición de “negros.” Digámoslo de otro modo: muy tempranamente, frente al modelo de modernidad que imponía el capitalismo, aquella América morena generó una respuesta que no sólo se oponía al nuevo régimen de dominación, sino que construía una alternativa civilizatoria.
Aquella revolución -ocultada con gran eficacia hasta hoy por el Occidente capitalista y cristiano- fue un momento más en la matriz insurgente de los pueblos de la América Latina, que incluía y mezclaba hombres y mujeres de tres continentes. Su población era una mezcla de América, África y Europa. El inicio del siglo XIX expresó la ruptura con las metrópolis y habilitó un tiempo histórico en el que se impuso una lógica de pequeñas repúblicas, bajo el espíritu mezquino de localías que facilitó el dominio extranjero de nuestros países bajo diversas modalidades.
200 años después
En 2010, se conmemoró el Bicentenario de la Revolución de Mayo y, a propósito de esa celebración multitudinaria, quedó expresada, blanco sobre negro, la impensada constitución de un sujeto social plural y diverso que anticipaba el creciente apoyo al rumbo emprendido desde otro 25 de Mayo, el de 2003.
El 26 de mayo, la presidenta Cristina Fernández inauguró la Galería de los Patriotas Latinoamericanos, con pinturas de líderes cuyos proyectos fueron derrotados: Simón Bolívar, Antonio José Sucre, Manuela Sáenz, Francisco de Miranda, Tupac Katari, Bartolina Sisa, José Martí, Ernesto Che Guevara, Morelos, Solano López, Oscar Arnulfo Romero, Bernardo O’Higgins, Salvador Allende, Antonio Nariño, José de San Martín, Manuel Belgrano, Eva Duarte y Juan Perón, Hipólito Yrigoyen, Tiradentes y Getúlio Vargas, Augusto César Sandino, Farabundo Martí, Jacobo Arbens, Francisco Morazán, Emiliano Zapata, Pancho Villa y José Artigas, entre otros.
El mensaje no podía ser más claro: nos reconocíamos en esos gigantescos personajes que expresaron los anhelos de sociedades más justas e igualitarias, de formas de organización social democráticas y participativas, de sueños de unidad de Nuestra América. Todos ellos derrotados, pero ahora recuperados para hacer efectivo ese proyecto de unidad en la diversidad que es la América Latina.
Un rasgo notable de este nuevo contexto histórico -frente a la caída en desgracia del sentido común fundado en el “presente perpetuo neoliberal”- es la reaparición de preocupaciones y debates sobre el tiempo en clave de relectura del pasado y de proyección del futuro. En efecto, asistimos a renovados debates que intentan descubrir nuestra identidad colectiva desde el redescubrimiento del pasado.
En esta línea, frente a la historiografía tradicional que asociaba el Patriotismo a la perspectiva oligárquica y racista, emerge una noción de Patria Grande, en la que entran las diversas corrientes de lo popular, lo plebeyo, lo insumiso, lo transformador. Frente a lecturas elitistas de historias construidas por grandes individuos, resurge el papel sustantivo de los pueblos. Frente a la noción de una historia congelada, y decididamente muerta y ligada al presente a través del frío de bronces de héroes pasteurizados, resurgen las perspectivas que unen sin tensar mucho la cuerda aquellas luchas a las del presente y las derrotas originarias a las asignaturas pendientes de hoy y de mañana.
Este 25 de Mayo se cumplen, entonces, 202 años de nuestro primer grito emancipador, y nuestro Pueblo y este Gobierno hacen honor a las batallas, los sueños, las tareas pendientes de unir a Nuestra América para fundar sociedades fraternales, igualitarias, profundamente democráticas. La soberanía se presenta como un concepto raíz de todo un modelo en desarrollo. En lo económico, en la potestad para decidir la forma de administrar nuestros recursos en forma global. En lo político, en la potencialidad de una democracia renovada, que interpela a los poderes fácticos y les comunica su necesaria subordinación a los mandantes (es decir, el pueblo), y a sus mandatarios (es decir, a sus representantes elegidos). En lo social, en la voluntad de eliminar la pobreza, a través no sólo del crecimiento y la inclusión, sino con la redistribución de la riqueza. En lo cultural, forjando el regreso a las fuentes creativas del pueblo en sus poéticas, en sus cantos y danzas, en sus manifestaciones plásticas y, fundamentalmente, en una educación que genere sujetos emancipados. En lo territorial, la inclaudicable reivindicación de nuestras Islas Malvinas, hoy nuevamente conculcadas por el colonialismo y sus designios militaristas, peligro que acecha a toda la región y a todos los procesos de izquierda, progresistas, nacionales-populares y democráticos en curso.
El mejor homenaje que podemos hacer a aquellos hombres y mujeres -famosos y anónimos-, que dieron su vida por una Patria Grande, es retomar sus banderas en estos tiempos vertiginosos y llevarlas a la victoria. En eso estamos.
Esta nota fue publicada en la Revista Debate el 18.05.2012