Las imágenes de los “indignados” españoles, o griegos, o ingleses emergen ante nuestros ojos como un deja vú. Precisemos: ‘Déjà vu’es un término francés que significa “ya visto”. Este concepto describe la experiencia de sentir que ya se ha sido testigo o se ha experimentado anteriormente una situación que se nos aparece en el presente y que, por eso mismo, no se supone novedosa.
Las decisiones recientes de buena parte de los gobiernos europeos consistentes en el recorte del gasto social, la reducción y reorientación del funcionamiento del Estado, la priorización de las exigencias y necesidades del sector financiero de la economía se parecen demasiado a las políticas aplicadas en el último cuarto de siglo en nuestros países.
En efecto, bajo el paradigma del Consenso de Washington y con una inequívoca configuración neoliberal-conservadora, las políticas públicas se manifestaron en procesos de privatización de las empresas públicas, desmantelamiento de las instituciones del estado de bienestar, la aplicación de la denominada, eufemísticamente, “flexiblización laboral” (que debe leerse como franca precarización de las condiciones de existencia de los y las trabajadoras); la reducción del gasto público destinado a sostener los sistemas de salud, educación, vivienda, o cultura; la reorientación del gasto del Estado hacia políticas que combinaron en dosis inéditas (e igualmente ineficaces), autoritarismo represivo y asistencialismo focalizado; la conformación de capas de tecnoexpertos que elaboraban esquemáticas y eficaces justificaciones acerca de los motivos por los cuales el camino exigido por la globalización era el único posible.
Las medidas políticas y económicas, por su parte, se sostenían en una elaborada cosmovisión que defendía el individualismo extremo, la inevitabilidad de la competencia como principal atributo de las denominadas “sociedades abiertas”, la centralidad excluyente del mercado como asignador de recursos y, más aún, distribuidor de ganadores y perdedores así como la reducción de la política a la administración del Gobierno, cuyas políticas debían asegurar el libre funcionamiento del mercado.
Ese modelo estalló en nuestros países a fines del siglo XX y a inicios del XXI. El caso argentino es paradigmático, pues luego de veinticinco años de aplicación consecuente de las políticas neoliberales, a través de gobiernos dictatoriales o constitucionales, el resultado no podía ser más patético. Una expansión inédita de la pobreza, el desempleo y la desigualdad; el desmantelamiento del aparato productivo; la destrucción de los sistemas de salud y educación y la ampliación de los ámbitos mercantilizados que se expandieron sobre las diezmadas realidades de las instituciones públicas.
De cada diez niños y jóvenes, casi el 75% estaba, en 2002, por debajo de la línea de pobreza y de indigencia. En ese contexto, el futuro de cada quién respondía a una suerte de lotería biológica.
El poder político estaba de rodillas frente a los poderes concentrados nacionales y transnacionales. La Ley de Presupuesto era aprobada primero en las oficinas del Fondo Monetario Internacional y posteriormente en el Parlamento. El poder político se había degradado como un instrumento dócil de los poderes fácticos, quienes por la amenaza o la corrupción subordinaron a una buena porción de quienes ocuparon puestos claves en el Estado. El Poder Ejecutivo, especialmente durante el menemismo, se convirtió en un administrador de negocios del capital financiero, y el Legislativo cumplió el triste papel de una escribanía legalizadora de las políticas neoliberales.
Ese país estalló el 19 y 20 de diciembre del 2001 y desde entonces nada volvió a ser igual en Argentina. A partir deL 2003 otro rumbo comenzó a transitar nuestro país, con la asunción de Néstor Kirchner.
Procesos análogos vivió un poco antes Venezuela – con la asunción de Hugo Chávez- y también Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay. Muchos de esos países emprendieron -con autonomía y matices significativos- caminos cuyo denominador común fue el esfuerzo reparador de los daños producidos por décadas de regímenes neoliberal-conservadores.
Un proceso en simultáneo a la emergencia de nuevos gobiernos fue, en los albores del siglo XXI, el fortalecimiento de la integración regional desplegándose inéditas experiencias de resolución de conflictos o de iniciativas conjuntas que parecían venir a saldar la asignatura pendiente en la Primera Independencia: construir la Patria Grande.
En los países centrales el neoliberalismo sigue vivo
Como si no hubiese que aprender de la propia experiencia, o de la experiencia ajena, los países centrales son escenario de una tremenda crisis producto del agotamiento del capitalismo financiero como sector dominante de la economía planetaria.
La de las hipotecas subprime fue apenas un síntoma de un cuadro mucho más grave, pues como nunca se combinan factores económicos, productivos pero también culturales, ecológicos, sociales y militares.
Los Organismos Internacionales, cuestionados por los países del Sur pero aún hegemonizados por los países centrales, han perdido peso relativo en materia desicional -como ocurre con las Naciones Unidas- o lisa y llanamente fueron subordinados a los intereses imperiales como expresan el FMI, el BM o el BID.
Otros ámbitos han surgido al calor de una dinámica internacional compleja. Del lado del capital el Foro de Davos y la Organización Mundial de Comercio se proponen orientar el curso de la estructura y las relaciones internacionales bajo los parámetros de la mercantilización de la vida social.
Asistidos por una capa de técnicos incapaces de aprender de sus propios errores, persisten en las mismas fórmulas privatistas que fracasaron una y otra vez en todos los pronósticos económicos. El rotundo mentís que la realidad le puso a los planes neoliberales fue contrarrestado con el éxito más contundente del neoliberalismo y sus intelectuales: ellos han triunfado hasta hace poco en la batalla de las ideas. Convencieron a buena parte de la Humanidad y de los gobiernos que todo lo público era malo, ineficiente, injusto y autoritario. Por el contrario, lo privado expresaba el reino de la armonía y la libertad. Finalmente se denominó a esta perspectiva “pensamiento único” pues no cabía en el discurso hegemónico la remota posibilidad de un punto de vista diferente.
Ese discurso neoliberal que ha sido severamente cuestionado en América Latina continúa vigente entre los países capitalistas dominantes y muchos de los Organismos Internacionales, tal vez con la solitaria excepción de la Organización Internacional del Trabajo.
En otros Foros internacionales de países donde intervienen con algún equilibrio más razonable el conjunto de tendencias – como el grupo de los veinte o el más democrático de los 77 vienen entablando serios debates acerca del presente y el futuro de la Humanidad.
Lo que va quedando claro es que se dibujan dos mundos en perspectiva. El que propone la continuidad neoliberal-conservadora es empíricamente inviable, ya que el libre desarrollo de las energías mercantilistas sólo pueden derivar en una crisis social sin precedentes o en la destrucción lisa y llana del planeta Tierra.
El otro mundo posible, basado en la lógica de la solidaridad, la colaboración, la igualdad y el respeto a los derechos de los seres humanos y la autodeterminación de los pueblos es todavía un horizonte lejano, detrás del cual comienzan a caminar pueblos y gobiernos.
Caminos de Nuestra América
Así es como el mundo se confronta a dos destinos posibles: su destrucción o a la reconstrucción total de sus estructuras, relaciones, cultura. No está escrito cuál vencerá en el futuro. El capitalismo presenta crisis de sustentabilidad pero no de hegemonía cultural e ideológica. La batalla de ideas es un gran escenario de disputa.
La mayoría de nuestros gobiernos están construyendo un nuevo futuro posible a partir de nuestro reconocimiento de las derrotas del pasado como Gran Nación. Más allá de los matices, parecen haber algunos rasgos comunes que alientan la esperanza. Se recuperó, en el plano cultural, el valor de la participación política y el rescate de lo público. Se reconfigura el papel del Estado, no concebido como junta de negocios del privilegio sino como un ámbito de gobierno que interviene para asegurar la dignidad de la población, especialmente de sus sectores más postergados. Se da prioridad al mercado interno y a la integración latinoamericana, surgiendo nuevas instituciones como la UNASUR y el Banco de Sur que expresan nuevas posibilidades y desafíos comunes.
Como no puede ser de otro modo, las tendencias generales de avance de los intereses mayoritarios de nuestros pueblos se despliega con la oposición de la vieja y la nueva derecha, que sustentan un programa restaurador de los paradigmáticos años noventa.
El final de este ciclo está abierto, y las posibilidades de triunfar son ciertas.
Nuestra primera Independencia escogió en el siglo XIX el camino de las localías en perpetua disputa. El siglo XXI nos plantea el desafío de superar nuestras divisiones y construir un proyecto común de presente y de futuro. Frente a la decadencia imperial, Nuestra América se levante digna y orgullosa dispuesta a la Independencia o, más precisamente, a la Libertad.
Esta nota fue publicada en la Revista Debate el 09.09.2011