La política de derechos humanos, de juicio y castigo a los represores y genocidas, coronó la larga marcha de las luchas del campo popular contra la impunidad. Durante largos años de democracia, fueron acciones tildadas de testimoniales, tales como el trabajo incansable de las organizaciones en defensa de los derechos humanos -encabezadas sin duda por las Madres y las Abuelas-, o las repetidas presentaciones de los proyectos de anulación a las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final hechas por el diputado Floreal Gorini, que nunca consiguieron quórum en 2003, encontraron su cauce.
La resistencia de los que están hoy en el banquillo de los acusados se amalgama con los alaridos de los personeros que reclaman por la vuelta a la mano dura y exigen el retorno a la represión de las protestas sociales, y a un enfoque del problema de la seguridad compendiado en las enciclopedias de la otrora lucha antisubversiva.
La solución a los problemas que aquejan a las instituciones policiales en la Argentina es una deuda pendiente de la democracia. Estas fuerzas sufrieron un grave deterioro institucional durante las dictaduras del siglo pasado y, particularmente, durante el terrorismo de Estado de los setenta. De esta manera, han visto complicada aún más su realidad actual ante el crecimiento exponencial del delito urbano en el país, particularmente a partir de la hiperinflación de 1989, y, sobre todo, en la década de 1990. Hubo intentos correctamente orientados en el sentido de avanzar en la reforma policial, con el objetivo de mejorar su profesionalismo, y su inserción institucional y democrática, como fueron las experiencias conducidas por Carlos Arslanian -en la provincia de Buenos Aires- y la creación de la Policía Aeroportuaria, conducida por Marcelo Sain bajo parámetros modernos y profesionales. También asistimos a la mala experiencia de la creación de la policía Metropolitana para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la que primaron hasta ahora criterios de reformulación de una fuerza con los peores vicios de las existentes y recurriendo a viejo personal de otras fuerzas, que terminó cometiendo graves delitos que involucran, incluso, al mismo jefe de gobierno de la Ciudad.
Pero, ¿cuál es el problema de fondo del funcionamiento de las policías? El error, cuando se trata de propuestas sobre políticas de seguridad y reformas policiales, radica en general en que tales propuestas son vistas como una solución en sí mismas. Es decir, se concentra toda la energía en la reforma o creación institucional, en la modificación legislativa y orgánica, en la ideación muchas veces realmente creativa de la ingeniería institucional, como si el numen de la problemática radicara exclusivamente en el diseño y, por supuesto, en su aplicación política.
Sin embargo, los que nos ubicamos a la izquierda del espectro político en el ámbito de la democracia y del progresismo reales, sabemos (o al menos deberíamos saber) que las implementaciones de políticas verdaderamente democráticas y progresistas, sea en el área de gobierno que fuera (y esto incluye principalmente a la seguridad), son imposibles al margen de la participación popular, del involucramiento de la gente, del vecino, del ciudadano común, en forma plural y sin discriminaciones.
Cualquier ensayo de política pública que intente avanzar hacia la profundización de la democracia, como por ejemplo, la mejor distribución del ingreso, la defensa efectiva de los derechos de todos, y en este caso especialmente una seguridad democrática para todos los sectores sociales -en el marco de la legalidad y con justicia real-, resultará inviable sin acompañar las reformas institucionales por ingeniosas modernas y creativas que fueran, con esquemas activos y dinámicos de participación ciudadana real. Esto es plural y horizontal, articulando dispositivos entre gobierno y sociedad con claros elementos de control y auditoría ciudadana.
Resulta factible inspirarse en el esquema de los presupuestos participativos y, con la asunción de responsabilidad central de los gobiernos locales, en dicho esquema de participación. La obligación de las fuerzas políticas democráticas y progresistas en materia de seguridad reside, entonces, en la concientización y movilización popular y social en torno al reclamo de esquemas participativos que le permitan a la gente discutir, proponer y controlar las medidas que se tomen en esta materia en sus respectivos barrios, con un sistema consorcial que implique la relación permanente de los representantes del gobierno local con los vecinos de todos los ámbitos de cada distrito. Todo esto implica, a su vez, la necesidad de una estrecha articulación entre los gobiernos locales, los provinciales y el nacional, de quienes dependen institucionalmente las policías.
Si se tiene en consideración esto, queda claro que la creación del nuevo Ministerio de Seguridad, y el emprendimiento de la nueva ministra, Nilda Garré, merece ser saludado, ya que contempla en su flamante estructura orgánica áreas específicas para el fomento, difusión e impulso de estas acciones de participación ciudadana. La figura de los “Foros” anunciados apunta en esta dirección. Pero, sobre todo, necesita del apoyo político y social para enfrentar problemas muy complejos.
En este sentido, la autodenominada oposición debería llamarse a reflexión -con relación a su práctica de la crítica y el boicot sistemáticos-, ya que se trata, en este caso, de una política de Estado que tiene alto impacto sobre la seguridad de los bienes y las vidas de los argentinos. Y, ante todo, sobre la posibilidad de ir superando rémoras del pasado institucional, lo que resulta imprescindible para profundizar la democracia y, con ello, construir la sociedad justa, libre y respetuosa de los derechos que queremos.
Esta nota fue publicada en la Revista Debate el día 04.03.2011